4 de octubre de 2015

La parte de los ángeles

 
Este texto, sin nombre en el original, está tomado de "La despensa del Diablo" (Buenos Aires, Emecé, 2008), un libro de relatos del autor inglés Jim Crace.

-Esto es para el ángel- solía decir la abuela, arrancando una tira de masa y entregándomela para que la llevara al patio. Déjala donde él pueda verla.- A veces apoyaba la tira sobre la pared que daba a la calle. Otras la colgaba de la cuerda para tender la ropa. En ocasiones la ponía en el alféizar de la ventana, del lado de afuera, y me escondía detrás de la cortina de la cocina para espiar al ángel en el patio.
La abuela decía que nunca lo sorprendería comiendo la masa.


-Eso es para los pájaros glotones-explicaba-. El ángel viene a besarla, nada más, de lo contrario mi pan no se levantará.- Y, en efecto, a menudo veía a los pájaros que venían a picotear nuestra tira de masa. Y, en efecto, el pan de mi abuela casi siempre se levantaba, cuando esto no sucedía era, según ella, porque los pájaros se habían comido la tira de masa antes de que el ángel hubiera tenido la oportunidad de probarla con sus besos.
Pero nunca vi a un ángel posarse en el alféizar de la ventana. Ni siquiera una vez.
La sola idea de que los ángeles visitaran nuestro patio llenaba de terror a mis hijas y por eso, cuando horneábamos pan –en esa misma casa, pero treinta años después y otros tantos desde que la abuela se había ido a besar a los ángeles- yo decía:
-Para hornear un buen pan necesito un ángel en mi cocina. ¿Quién será el ángel que bese hoy la masa? –Mis hijas corrían a besar el bollo de masa. Jamás olvidaré sus labios manchados de harina. Ni cómo, una vez que sacaba del horno las hogazas de pan cubiertas de cicatrices y volcadas unas sobre otras, me pedían una tira de corteza calienta para hundir en el pote de miel o para limpiar con ella los rincones del plato de paté. Así pagaba a mis ángeles. Así recompensaba sus besos.
Ahora ya no quedan ángeles en la cocina. Soy abuela y mis hijas viven demasiado lejos como para visitarme más de una o dos veces por año. Estoy débil y anquilosada para hacerles una visita a menos que me lleven en auto, pero no me gusta pedir favores a nadie. El teléfono me permite estar en contacto con todos. Trato de mantenérmelo más ocupada posible. Limpio la casa, aunque es demasiado grande para mí. Cuando el día es tibio y seco, camino hasta el puerto, recorro los negocios y luego vuelvo en taxi. Tengo plantas en macetas sobre los alféizares de las ventanas y en el patio, mis comidas consisten mayormente en alimentos enlatados o congelados o en sopas instantáneas.
Esta tarde se me ocurrió ocupar mi tiempo horneando pan. Siento un dolor punzante en las muñecas mientras amaso las que imagino serán mis últimas hogazas de pan. Arranco una tira para que me dé suerte, la beso y la dejo sobre el alféizar de la ventana. Caliento el horno, unto los moldes con manteca y pongo la masa a cocinar en la parrilla más alta. Mientras tanto, con los labios manchados de harina y la casa invadida por el olor del pan recién horneado, espero junto a la ventana que el patio se pueble de sombras y de alas.

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