1 de mayo de 2017

Primera epifanía

En una entrada anterior comentaba el libro Confesiones de un chef, de Anthony Bourdain, donde cuenta "el lado oscuro" de la cocina y de los restaurantes,lo que parece que le costó no pocos enojos y reclamos por parte de sus colegas.

En este párrafo relata lo que considera su primera epifanía gastronómica, el descubrimiento del sabor, algo que lo pondría en el camino de ser chef.
"Tuve el primer indicio de que la comida era algo más que una sustancia para meterse en la boca cuando uno tiene hambre como si cargara gasolina, al terminar el cuarto grado de la escuela primaria. Viajaba con toda la familia de vacaciones a Europa en el en el Queen Mary. Estábamos en el comedor de primera clase. Por ahí tengo una foto: mi madre con gafas de sol Jackie O, mi hermano menor y yo con nuestros lamentables y monísimos trajes de crucero, a bordo del gran trasatlántico de la Cunard. Todos entusiasmados con el primer cruce del océano, el primer viaje a Francia, la tierra ancestral de mi padre.
 Sirvieron la sopa. ¡Una sopa fría!


Menudo descubrimiento para un niño curioso de cuarto grado que, hasta ese momento, no tenía más experiencia en sopas que la crema de tomate Campbell con menudos de pollo. Desde luego no era la primera vez que comía en un restaurante, pero sí el primer plato que de verdad me llamó la atención. Fue el primer plato del que disfruté y, lo que es más importante, del que todavía disfruto cuando lo recuerdo. Le pregunté a nuestro paciente camarero inglés qué era ese delicioso y sabroso líquido frío. "Vichyssoise”, fue la respuesta, una palabra que hasta el día de hoy –aunque ahora sea un viejo caballo de batalla en cualquier menú y lo haya preparado miles de veces- tiene resonancias mágicas para mí. Recuerdo todos los detalles de aquella experiencia: cómo la sacaba el camarero de la sopera de plata para echarla en mi cuenco; los minúsculos cebollinos picados que ponía a cucharadas a guisa de tropezones; el rico y cremoso sabor de los puerros y las patatas; la agradable impresión y la sorpresa de que estuviera fría. No recuerdo mucho más de la travesía del Atlántico. En el cine del Queen’s  vi Boeing Boeing con Jerry Lewis y Tony Curtis, y una película de la Bardot. El viejo trasatlántico se estremeció, crujió y vibró espantosamente durante todo el viaje –la explicación oficial fue que el casco estaba cubierto de percebes- y, desde Nueva York hasta Cherburgo, me pareció estar montado en lo alto de un gigantesco cortacésped. Mi hermano y yo nos aburrimos enseguida y pasábamos muchas horas en el Salón Juvenil escuchando “La casa del sol naciente” que, por una moneda, le pedíamos a la gramola. O en la piscina de agua salada de la cubierta inferior, contemplando la suave marea de olas que se formaba en la superficie.Pero no olvidé la sopa fría. La sentía en mí, me despertaba, me daba conciencia de tener lengua y, en cierto modo, me preparaba para futuros acontecimientos. El segundo anticipo de epifanía en mi larga ascensión al reino de la cocina también lo viví en aquel primer viaje a Francia. Después de desembarcar, mi madre, mi hermano y yo nos quedamos con unos primos en el pequeño pueblo costero de Cherburgo, un inhóspito y frío lugar de descanso en Normandía, sobre el canal de la Mancha. El cielo estaba casi siempre nublado; el agua demasiado fría. Todos los chavales de los alrededores creían que yo conocía personalmente a Steve McQueen y a John Wayne. Como era estadounidense daban por sentado que éramos colegas, andábamos por ahí de correrías juntos, cargándonos a tiros a los malos. De modo que no tardé en gozar de cierta celebridad. En las playas no se podía nadar pero, en cambio, estaban salpicadas de casamatas nazis y emplazamientos de artillería, algunos con visibles huellas de balas y señales de lanzallamas. Había túneles bajo las dunas, demasiado fríos para que un niño los explorara. Me quedé atónito al ver que a mis amigos franceses les dejaban fumar un cigarrillo los domingos, les daban vin ordinaire aguado en las comidas y, lo que era todavía más asombroso, tenían motos Velo Solex. Recuerdo haber pensado que esa y no otra era la manea de criar a los hijos pero, desgraciadamente, mi madre no pensaba lo mismo. De modo que durante mis primeras semanas en Francia exploré los pasadizos subterráneo en busca de nazis muertos, jugué al minigolf, fumé a hurtadillas, corrí a toda pastilla en las motos de mis amigos, leí un montón de tebeos de Tintín y Asterix y, a fuerza de observación, aprendí unas cuantas cosas de la vida. Por ejemplo, que Monsieur Dupont –amigo de la familia- unos días llegaba a comer con su amante y otros con su mujer, ante la aparente indiferencia de su numerosa prole por semejantes veleidades. La comida no me impresionó en absoluto.Para mi inexperto paladar, la mantequilla tenía un extraño sabor a queso. La leche, un alimento básico –no, un ritual obligatorio- en la vida del sesenta por ciento de los chavales estadounidenses, era allí imbebible. La comida parecía consistir siempre en un sándwich au jambon o croque-monsieur. Todavía faltaba tiempo para que me impresionaran siglos de cocina francesa. Lo que notaba en la comida estilo francés es lo que no tenía.A las pocas semanas tomamos el tren nocturno a París, donde nos encontramos con mi padre y un veloz Rover Sedan Mark III nuevo, nuestro coche para hacer turismo. Nos alojamos en el Hôtel Lutétia, en aquella época una gran mole un poco venida a menos, situado en el Boulevard Raspail. Para mi hermano y para mí ampliaron un tanto el menú: incluyeron steak-frites y steak haché (hamburguesas). Hicimos todas las cosas predecibles en un turista: subimos a la torre Eiffel, fuimos de picnic al Bois de Boulogne, pasamos delante de las obras maestras del Louvre, empujamos veleros de juguete en las fuentes de los Jardines de Luxemburgo… algo no demasiado divertido para un chaval de nueve años, que ya tenía muy desarrollada su inclinación de delincuente. Lo que más me interesaba en ese momento era aumentar mi colección de traducciones inglesas de las aventuras de Tintín. Los cuentos esmeradamente redactados de Hergé sobre contrabando de drogas. Templos antiguos, culturas desconocidas, lugares extraños y remotos eran de verdad exóticos para mí. Convencí a mis pobres padres de que gastaran cientos de dólares en W. H. Smith –la librería inglesa- con tal de no oír mis lloriqueos por las penurias que pasaba en Francia. Mis breves y cortísimos shorts eran para mí una afrenta permanente y me convertí en muy poco tiempo en un cabroncete difícil, huraño, temperamental. Me peleaba continuamente con mi hermano, me quejaba de todo y, por todos los medios posibles, no hacía más que estropear la Gloriosa Expedición de mi madre. Mis padres hacían cuanto podían. Nos llevaban a todas partes, de restaurante en restaurante, sin duda pasando vergüenza ajena cada vez que insistíamos en los steak haché (con kétchup, faltaría más) y en la Coca-Cola. Soportaban en silencio mi constante refunfuñar por la mantequilla que parecía queso, la eterna gracia de gritar “¡Quiero mierda, quiero mierda!”, cuando veía los anuncios de una bebida dulce de la época llamada “Pschitt” [en inglés shit es “mierda”]. Se las arreglaban para ignorar el revoleo de ojos y la impaciencia que me entraba si hablaban francés. Se empeñaban por encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera divertirme. Y llegó el momento en que , por fin, decidieron no llevar a los niños a ninguna parte.
Lo recuerdo muy bien porque fue como recibir una tremenda bofetada. Fue el aldabonazo que me espabiló y me hizo considerar que la comida podría ser importante. Un desafío para mi natural belicoso. Al verme privado de algo, se abrió una puerta."

Confesiones de un chef
Anthony Bourdain
(Buenos Aires, Del Nuevo Extremo, 2013)

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