27 de febrero de 2018

Oda al caldillo de congrio





En el mar
tormentoso
de Chile
vive el rosado congrio,
gigante anguila
de nevada carne.
Y en las ollas
chilenas,
en la costa,
nació el caldillo
grávido y suculento,
provechoso.
Lleven a la cocina
el congrio desollado,
su piel manchada cede
como un guante
y al descubierto queda
entonces
el racimo del mar,
el congrio tierno
reluce
ya desnudo,
preparado
para nuestro apetito.
Ahora
recoges
ajos,
acaricia primero
ese marfil
precioso,
huele
su fragancia iracunda,
entonces
deja el ajo picado
caer con la cebolla
y el tomate
hasta que la cebolla
tenga color de oro.
Mientras tanto
se cuecen
con el vapor
los regios
camarones marinos
y cuando ya llegaron
a su punto,
cuando cuajó el sabor
en una salsa
formada por el jugo
del océano
y por el agua clara
que desprendió la luz de la cebolla,
entonces
que entre el congrio
y se sumerja en gloria,
que en la olla
se aceite,
se contraiga y se impregne.
Ya sólo es necesario
dejar en el manjar
caer la crema
como una rosa espesa,
y al fuego
lentamente
entregar el tesoro
hasta que en el caldillo
se calienten
las esencias de Chile,
y a la mesa
lleguen recién casados
los sabores
del mar y de la tierra
para que en ese plato
tú conozcas el cielo.

Después de visitar Isla Negra, una de las casas de Neruda, era inevitable almorzar congrio. El delicioso caldillo, cantado por el poeta en una de sus Odas elementales (1954), es el de la foto superior.
Abajo,  congrio grillado, con puré picante y con verduras al wok. Otra forma de disfrutar de este maravilloso producto del mar chileno. Un imprescindible si uno anda por esos lados.




Lo comimos en Cava-Fé, un pequeño restaurante en la localidad costera de Algarrobo, muy cerca de Isla Negra. Nos llevaron allí después de una excursión contratada para visitar la casa. Temíamos encontrarnos con uno de esos feos lugares para turistas y sin embargo llegamos a un lugar muy bonito, agradable y bien atendido.



La ocasión me trajo el recuerdo de la primera vez que comí congrio. Hace más de veinte años estaba pasando unos días en la zona, que estaba mucho más despoblada y era mucho más agreste de lo que es hoy. También tenía un encanto que hoy ha perdido con la proliferación de hoteles, comercios y autopistas.
Encontramos un pequeño y modestísimo restaurante y allí estaba él en la carta. Inspirada por la curiosidad que despiertan las palabras encendidas de Neruda lo pedí. Lo trajeron grillado y a lo pobre, la manera chilena de decir con guarnición de huevo, papas y cebolla fritos. 
Y entonces fue que me encontré saboreando algo diferente, tan sustancioso y pleno de sabor que me llenó los sentidos. Una experiencia para recordar. Y para repetir, cada vez que se presente la ocasión.

En aquella oportunidad también fui por primera vez a Isla Negra. Hacía poco que habían trasladado los restos de Pablo y Matilde y la casa podía recorrerse sin problemas. No había tienda ni sala de caracoles y una solitaria bordadora ofrecía sus tapices calle arriba, antes de llegar a la casa. Tampoco eran muchos los visitantes y en su mayoría se trataba de extranjeros.
Hoy la casa revienta de visitas, ya no hay guías sino audioguías, el personal controla rigurosamente la circulación y hay tienda del museo y rincón de las bordadoras, además de los kioskos de artesanías y otros pequeños negocios calle arriba. La entrada sigue siendo cara y también siguen sin permitir tomar fotos de los interiores, como en todas las casas de Neruda.

Curiosamente, lo que debería ser el espacio más cuidado y respetado de la casa, la pequeña terraza como una proa frente al mar, es de acceso libre y gratuito. 
Aunque quizás sería más adecuado decir zona liberada. No hay personal para controlar la inconducta de los visitantes que circulan, pisotean, se apoyan y hasta se sientan indolentemente sobre las tumbas de los dueños de casa, adoptando poses acrobáticas para sacarse fotos. 
Como si no estuvieran frente a la tumba de dos personas reales que se amaron y vivieron en esa casa, su hogar y refugio. No, más bien como si estuvieran frente a la monstruosa estatua de los amantes de la rambla de Puerto Montt.








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