6 de mayo de 2017

Segunda epifanía

En una entrada anterior estaba el relato del chef estadounidense Anthony Bourdain de lo que él denomina su Primera epifanía del sabor: la sopa vichyssoise, a bordo del Queen Mary en su primer viaje a Europa a los 9 años.
La historia sigue con más descubrimientos:

"El nombre de la ciudad de mi segunda epifanía gastronómica es Vienne. Habíamos hecho kilómetros y kilómetros para llegar ahí. A mi hermano y a mí se nos habían acabado los Tintín y estábamos de un humor de perros. La campiña francesa con sus preciosas carreteras bordeadas de árboles, los setos verdes, los campos labrados, los pueblos que parecían sacados de un libro ilustrada no nos servían de distracción alguna. Para entonces, nuestros ancestros habían tenido que aguantar semanas de despiadadas quejas a lo largo de muchas comidas, cada vez más tensas y desagradables. Entraron en un restaurante. Para determinada hora encargaron , como es debido, nuestro steak haché, crudités variées, sándwich au jambon y otras cosas por el estilo. Habían soportado nuestras jeremiadas porque las camas eran demasiado duras, las almohadas demasiado blandas, los cabezales, la grifería y los váters demasiado estrafalarios. Nos permitían tomar un poco de vino aguado, para seguir la costumbre francesa pero también, creo, para hacernos callar. A los dos americanitos más cerriles del mundo los habían llevado a todas partes. En Vienne cambiaron las cosas.
Metieron el reluciente Rover nuevo en el aparcamiento del restaurante –que tenía el prometedor nombre de La Pyramide- , nos entregaron lo que parecía un alijo de Tintines que habían ido acumulando… ¡Y nos dejaron en el coche! Fue un verdadero golpe. Estuvimos más de tres horas en ese coche, una eternidad para dos pobres chavales ya aburridos hasta el hartazgo. Tuve tiempo de sobra para imaginar: “¿Qué puede haber de grandioso detrás de esas paredes?”. Ahí se comía. Eso lo sabía. Y era una gran cosa. Hasta en plena edad del pavo me daba cuenta de la ansiosa expectativa, el entusiasmo, la casi veneración con que mis atribulados padres veían acercarse la hora de la comida. Y todavía tenía fresco el recuerdo de la vichyssoise. Por lo visto, la comida era asunto serio. Podía ser un acontecimiento. Tenía sus secretos. Como es natural, ahora sé que, en 1966, La Pyramide era el centro del universo culinario. Bocuse, Troigros, lo mejor de lo mejor había pasado por ahí. Habían hecho chuletones bajo la supervisión del legendario y tremebundo propietario Ferdinand Point. En esos tiempos Point era el Gran Maestro de la cocina y La Pyramide, la Meca de los sibaritas. Para mis decididamente francófilos padres, aquello era una peregrinación. Con cierta reserva, la idea se abrió paso a través de mi diminuto y vacío cerebro allí, en el asiento trasero del sofocante coche aparcado. A partir de ese momento cambiaron las cosas. Y cambié yo. Al principio me puse furioso. Impulsado por el despecho –siempre una gran fuerza motivadora en mi vida- , me convertí de repente en audaz innovador cuando de comida se trataba. Allí y entonces decidí no ser menos que mis sibaríticos padres. Al mismo tiempo podría asquear a mi hermano menor, que todavía no era un iniciado. ¡Ya les iba yo a enseñar quién era el gourmet!¿Sesos? ¿Quesos apestosos y blanduzcos, que olían a pies de muerto? ¿Carne de caballo? ¿Mollejas? ¡Marchen…! Elegía cualquier plato, siempre que fuera lo más chocante posible. El resto del verano y los veranos siguientes comí de todo.  A paladas el empalagoso Gruyere.  Aprendí a gozar con la rica mantequilla normanda, que parecía queso. Más rica aún untada en baguettes sopados en chocolate amargo caliente. Siempre que podía echaba vino tinto a hurtadillas en cualquier plato. Probé las fritangas –pescados diminutos enteros, fritos con perejil- , encantado de comerme cabezas,  ojos, espinas y todo. Comí raya con trocitos de mantequilla, salchichón al ajo, callos, riñones de ternera, morcillas negras que me chorreaban sangre barbilla abajo. Y pedí mi primera ostra. Fue todo un acontecimiento. Lo recuerdo como recuerdo la pérdida de la virginidad… y, por muchas razones, con más satisfacción."

Confesiones de un chef
Anthony Bourdain
(Buenos Aires, Del Nuevo Extremo, 2013) 

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